Dora y los Japoneses

La mar estaba tranquila aquel día en el Puerto de Cerro Azul, era un día gris de invierno y a pesar de la tenue garúa que caía sobre el pueblo, y el frío húmedo y penetrante que se sentía ese Jueves, la joven Doraliza jugaba sola en la puerta de su casa. 

A sus 13 años aún disfrutaba del juego infantil de matatenas a media mañana mientras esperaba el llamado de su tía para ir a almorzar. Su casa ubicada a pocos metros de la playa, contaba con una vista privilegiada del mar, gracias a la cual Dora, como prefería que la llamaran, disfrutaba de las hermosas puestas de sol veraniegas que la deslumbraban por la cantidad de colores que le mostraba el cielo mientras el sol se escondía lentamente en el horizonte.

¡Uno, dos, tres, matatena! - Dora disfrutaba de su juego ensimismada, y no notó como en ese mismo momento un enorme barco salía de entre la neblina del mar, y se acercaba lentamente al muelle del puerto. El barco que arribaba no era de los habituales, y los pobladores que lo notaron, dejaron sus deberes para acercarse con curiosidad al puerto y ver que tipos de productos desembarcarían de él. Las personas se dirigían al muelle apresuradamente, y fue esta procesión de curiosos que se aglomeraban y murmuraban la que sacó a Dora de la concentración de su juego. Al levantar los ojos vió que muchas más personas de lo  habitual pasaban frente a su casa con rumbo al muelle, murmurando, riendo y señalando el barco que ya había arribado.

Dora, curiosa como ella misma, soltó las matatenas y salió corriendo hacia el puerto para ver lo que sucedía. El ser pequeña le facilitó abrirse paso empujando y deslizándose entre las personas y logró conseguir una ubicación en primera fila para observar el espectáculo. El barco era enorme y muy distinto de los que ella había visto descargar mercancías que traían desde lejanos países habitualmente. Además la bandera que ondeaba en el asta era una que no había visto nunca hasta ese momento. La bandera se asemejaba a un sol rojo con sus rayos saliendo desde el centro hacia los bordes de un fondo blanco. Esa imagen trajo a la memoria de Dora las puestas de sol que habían cesado junto con el verano algunos meses atrás y que ella esperaba con ansias junto con la llegada del próximo año. 

Un anciano, que se encontraba junto a ella, observaba con atención el barco mientras fumaba un cigarrillo sin filtro, y Dora, tímidamente le preguntó: Abuelo, de donde viene ese barco, el viejo soltó su cigarro unos minutos, la miró y respondió: creo que viene desde la China hija, justo allá donde está la otra orilla del mar que tenemos enfrente.

La China - pensó Dora - que lugar tan lejano, la tripulación debe haber estado en alta mar durante muchos meses antes de llegar, ¿Que cosas serán las que traerá el barco desde tan lejos? - Mientras Dora pensaba en eso, se escuchó, de pronto, un grito en un idioma extraño, era evidente para Dora que era una orden la que se había gritado, los tonos de las órdenes suelen ser iguales independientemente del idioma en el que se den. 

Inmediatamente, luego de esa orden, se abrió una de las puertas del barco y del fondo Dora vió que en lugar de los estibadores habituales con cajas sobre el hombro, se movían bultos blancos que nadie parecía cargar, poco a poco esos bultos se fueron acercando a la puerta y Dora pudo notar que eran personas las que salían, todas vestidas de blanco con unas túnicas que ella no había visto jamás. 

Mientras salían siguiendo una ordenada fila india y se acercaban a la multitud aglomerada en el puerto, Dora notó que habían hombres, mujeres y niños entre esas personas. Sus zapatos no eran de cuero como los  que usaba ella, si no una especie de sandalias de tela que no parecían ser muy útiles para proteger sus pies del frío invernal de las costas peruanas. Aunque aquellas vestimentas le parecieron extrañas, lo que más le llamó la atención fueron los rostros, todos ellos de un color y rasgos que no era común entre los residentes habituales de Cerro Azul mayoritariamente descendientes de antiguos esclavos africanos y de mestizos andinos y criollos. 

Aunque los rostros redondos y ojos rasgados eran parecidos a los de aquellas personas que aparecieron en San Vicente, el pueblo más grande de la zona, seis años atrás, Dora estaba segura de que no eran iguales, pues a diferencia de aquellos, sus vestimentas no eran de colores, ni tenían largas barbas y el cabello amarrado en finas colas, estos chinos eran diferentes. 

Ninguno de los recién bajados sonreía, tenían las miradas en el piso y caminaban con poca energía, tal vez por el cansancio, tal vez por la nostalgia por las tierras que dejaron allá muy lejos en el horizonte marino. Los niños hablaban a sus madres con palabras incomprensibles, mientras lloraban por el hambre y el frío. Poco a poco todos los inmigrantes descendieron del barco y la aglomeración de curiosos empezó a dispersarse y a retornar a sus labores habituales. Dora caminó hacia su casa emocionada y sorprendida, mientras imaginaba como habría sido la vida de esos hombre, mujeres y niños que acababan de llegar a su pueblo, ¿qué sucedería con ellos ahora?, pensó. 

Al llegar a casa vió a su padre, quien se encontraba ya almorzando, se acercó corriendo, lo abrazó y se sentó junto a él para acompañarlo. El chupe de pescado caliente que le sirvió su tía la alivió del frío, y esa sensación reconfortante la hizo sonreir y olvidar por un momento su intensa mañana, y también a sus nuevos vecinos recién llegados desde otro continente para integrarse a su pequeña comunidad porteña.







Comentarios

Anónimo ha dicho que…
Realmente muy bueno.

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